Julio César Onofre Lovero, nació el 14 de marzo de 1925 y falleció el 1 de diciembre de 2012.
Cuando Lovero comienza su actividad teatral a mitad de los años cuarenta del siglo
pasado, el movimiento independiente se debatía en una discusión sobre el criterio de
profesionalización que debía alcanzar y las formas de producción con las que tenía que
trabajar. Algunos de los fundadores sostenían que no era posible cambiar el formato de
los grupos que habían nacido sin fines de lucro y como cooperativas de gestión y
acción. Otros señalaban que, sin caer en el mercantilismo del teatro empresarial, era
imprescindible generar dinero para hacer sustentable el crecimiento de proyectos
formativos en pos de un mejor artista, proyectos que se verían plasmados en escena en
acontecimientos con una calidad estética superadora. Lovero adhería a esta premisa y su
propia concepción de la actuación en esa etapa de su vida profesional estaba marcada
por este criterio. A través de sus palabras somos capaces capaces de comprenderlo.
Decía en una nota: “El movimiento teatral independiente atraviesa en la actualidad una
de sus etapas más peligrosas.”5 Onofre estaba seguro que las dificultades que todo
período germinal llevan consigo se habían superado con éxito pero que los desafíos que
la consolidación del movimiento presentaban tornaban indispensable una amplia y profunda reflexión. Uno de esos desafíos estaba relacionado con las tentaciones que
llegarían del teatro de producción comercial ante una propuesta que ganaba público y
que promovía actores, directores y dramaturgos que empezaban a ser legitimados por la
prensa. Esa audiencia, ese respeto de los sectores medios que concurrían a las distintas
salas independientes era un núcleo apetecible para el que vive “pegado al bordereaux”.
No parecía descabellado que desde la vereda del teatro empresarial surgieran ofertas
para reducir al movimiento libre a una simple moda redituable en la taquilla. Seguía
opinando: “A este peligro que nos viene de afuera, concretamente del teatro profesional
o comercial, que acecha nuestras conquistas para hacerlas suyas, se agrega otro riesgo
que esta en nosotros mismos, en la inconstancia de muchos artistas vocacionales,
impacientes por dejar de serlo, o sea por transformar la vocación en oficio y en convertir
el arte en un negocio.” 6Ante esta situación, el director y fundador del Teatro de los
Independientes reacciona drásticamente, demanda que aquellos que no estuvieran
dispuestos a entregarse a la tarea de convertirse en un agente artístico con capacidad
para modificar el campo cultural de su región debían retirarse en forma voluntaria o ser
invitados a dejar los grupos. Y allí realiza una distinción que puntualiza una de las
condiciones básicas para ser miembro del movimiento independiente. Prefiere hombres
extraordinarios a los artistas extraordinarios pues el objetivo final no se limita a entregar
una función inolvidable, sino que perfora lo efímero del hecho escénico para colaborar
en la gestación de una sociedad mejor. Y aportaba más elementos en estas afirmaciones
de fuerte contenido ético y político: “Bulle en nosotros la aspiración de ser un teatro de
auténtico sentido popular, abierto a todas las voces y a todas las palpitaciones que
contengan un mensaje de calor humano y verdad constructiva. Creemos en el pueblo y
por eso luchamos por satisfacer sus necesidades espirituales, realizando las obras que
respiren salud, vida, poesía, esperanza.”7 De alguna forma Onofre deseaba rescatar el
eco festivo que debe desprenderse de toda expresión teatral. Un teatro, que lejos de la
docilidad burguesa empresarial muestre su impronta de fiesta popular. Y como toda
celebración ritual popular se manifiesta subversiva, corroe las pautas del mundo
mediado, transitando un camino opuesto al que éste promueve. A la presencia de
cuerpos dóciles, le responde con libertad absoluta y conciencia de sí; a la
despersonalización, le contrapone la reafirmación de individuo en su pertenencia al colectivo; y al tiempo de las leyes de la producción capitalista le contraoferta un tiempo
mágico, primitivo, sanador. En este tiempo de raíces sagradas, los llamados de la horda
se hacen patentes y, con los límites que los mismos participantes le ponen, la
posibilidad de asestar un golpe momentáneo a las regulaciones y a las castas jerárquicas
que les dieron vida está al alcance de la mano. Un devenir temporal distinto, que
privilegia la horizontalidad, faculta la intervención de todos por igual y perpetra una
revuelta contra el sistema de apreciación de las disposiciones que nos encorsetan.
Entonces, el teatro no se convierte en una expresión elitista o una burda mercancía de
góndola de supermercado y se eleva hasta alcanzar esos deseos del joven Onofre. Un
actor, que preparado y con herramientas para desarrollar su propósito, sepa que su
cometer no termina en el aplauso sino que se extiende en cada decisión que tome para
rescatar los valores positivos o consolidarlos en el medio en el que se mueve. Sólo la fe
inquebrantable en el destino del hombre y no la religiosa sino la que parte de bases
racionales en una extraña contradicción resuelta en la praxis, era capaz de inspirar a
estos fundadores de sueños para continuar mas allá de los problemas repetidos.
Continuaba contando Lovero: “Tenemos fe en el hombre y en su constante progreso. No
pretendemos sentar cátedra de originalidad, ni rebuscar conceptos extraños a nuestra
sensibilidad. Hacemos un teatro de cara al pueblo, regidos por un plan orgánico y
honesto, profundamente compenetrados de la activa misión social que debe cumplir el
arte.” Esta ardua tarea requería de muchas manos, de muchas voluntades y de la
formación constante. Así, los talleres, seminarios, conferencias fueron semilleros donde
los jóvenes se acercaban ávidos de conocimientos y, muchos de ellos, se incorporaban a
los conjuntos independientes. Por eso cerraba, en ese momento de la nota, el maestro
con esta invitación: “ Queremos incorporar a esta lucha a los nuevos valores nacionales
que comulguen con nuestros propósitos, y en todo momento nuestro escenario dará
cabida a las expresiones argentinas y universales, clásicas o modernas, siempre que ellas
sustenten los principios fundamentales que dan vivencia y fuerza permanente a una obra
artística”. En cuanto a la profesionalización Lovero deja en claro su postura, apartándose de
antiguas posiciones cerradas. Manifestaba: “Hemos superado la etapa del teatro
independiente en la que el público no pretendía demasiado y aceptaba todo lo que se le daba. Hoy existe un público que exige una buena puesta en escena, la presencia de un
texto excelente, la actuación de calificados actores. Y si pretendemos llevar adelante
nuestro movimiento no podemos ofrecer un flanco propicio al teatro comercializado.
Creo con Asquini que debemos tener los mejores elencos, los mejores directores, los
mejores escenarios, sin que esto tenga nada que ver con una gratuita espectacularidad.
La formación del actor requiere muchas horas de dedicación. (...) Estamos formando un
público, y, además, alguna vez el Estado, previamente preparado, podrá colaborar en la
solución de nuestras necesidades." Lovero en su afán por la educación integral del
intérprete, lo enfrenta a la renovación de la escena del siglo XX. No se trata, entonces,
de un actor que puede pulsar el instrumento de su cuerpo, sino que también puede
reflexionar en torno a su quehacer. El Teatro de los Independientes y la obra de su
director debe entenderse en un contexto de ideologías compartidas con otros grupos
como Fray Mocho y Nuevo Teatro, todos responsables de la difusión y aplicación en
hibridaciones con nuestras tradiciones teatrales, de las enseñanzas de grandes teóricos
de la escena mundial como Stalisnavsky y Brecht. El teatro quedaba liberado de la
tiranía de las reglas del capital; ya no corría detrás de la taquilla. Se independizaba de
las estructuras económicas del mercado, respondiendo a la solidaridad y no a los
principios de la oferta y la demanda. El teatro se concebía como continuación de la vida
militante, no como un bien de consumo, pero un bien que requería de artistas
preparados para ofertar obras, que superando ese tono aficionado de los inicios,
contaran con una riqueza visible para la audiencia, calidad que se lograría merced al
perfeccionamiento constante de todos los que se involucraban en su creación.
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