Florencio Bartolomé Parravicini Romero Cazón, Nació el 24 de agosto de 1876 y murió el 25 de marzo de 1941.
Fué uno de los más relevantes actores populares de las primeras décadas
del siglo XX representa este tipo de creador que descreía de lo que denominaba rígidos
esquemas impuestos por un director. En una conferencia dictada en el Teatro Nacional
Cervantes, por invitación del Instituto Nacional de Teatro, reflexionaba: “Sin embargo,
cuando el artista es contratado por una empresa cuyo director es partidario del método
disciplinado, donde el actor se le convierte en un autómata exigiéndosele únicamente estudio y disciplina, sacrificando su inspiración propia, en el afán de cuidar solamente el conjunto, como ocurre en el muy respetable Teatro Ruso, que le impone al público, el actor disciplina casi militarmente, creado, movido y nutrido por la mentalidad metódica de un Director, no dejándole nada librado a la inspiración creadora del artista, que sin salirse del texto ni del espíritu de la obra, puede hacer una creación genial tropezamos con un gran inconveniente: este método es muy respetable, pero, que me perdonen sus partidarios, tiene la mala virtud de impedir la floración del actor espontáneo, inspirado y genial.” En 1938, cuando expuso estas palabras, la carrera de Parravicini estaba en su punto más alto, habiendo ocupado buena parte de los escenarios porteños y del país de mayor relevancia en el sistema de producción empresarial. Ese histrión natural que había debutado en el Teatro Apolo en 1906, integrando la compañía de Pepe Podestá, en la presentación de la obra de Ulises Favaro, Panete, había crecido en su manejo de escena y de público, con el que mantenía una relación entrañable desde sus antológicos “apartes”. Otros difieren con este dato, que él mismo aportó, para precisar que el real debut se había producido ese mismo año de 1906, en la misma compañía ante la decisión de José Podestá de hallar un reemplazo para su hermano Pablo. En esta
versión, documentada y más verosímil, su aparición en las tablas se concretó bajo la piel del personaje de Pellagatti de la consagrada pieza Los disfrazados de Pacheco. No tardó en despertar el interés de la crítica de la época que saludó, alborozada la creación carnavalizada que brindó. Las diferencias con Pepe surgieron muy pronto y el carácter libre de Parravicini se mostró ante la primera orden de regular su forma de actuación, que el actor devenido enproductor le dio al respecto. Nunca estuvo dispuesto a morigerar el morcilleo; por el contrario lo transformó en su técnica preferida y la platea se regocijaba ante la singular reescritura del texto a interpretar, que, en cada convivio de función, se disolvía en una marcación de guión. Todos los dramaturgos del período, a pesar de lo expuesto, querían ser llevados a escena por el gran actor popular y, así, decenas pasaron por su cuerpo y decir. Pero sigamos con otro momento de su conferencia, cuando manifestaba: “Exigir que el actor esté siempre en igual
forma en todas las representaciones, es cosa imposible: hoy está alegre, optimista y su salud inmejorable; indefectiblemente, su trabajo resultará brillante y magnífico. En cambio, al otro día y en la misma obra, se le nota apagado, frío y deslucido, y el público, sin reflexionar, lo menos que dice es , que este actor está en decadencia y terminado, sin pensar que ese actor puede estar enfermo o sufrir un quebranto amoroso, o estar lamentando la pérdida de un ser querido. Al público esto no le interesa; pagó la cantidad X por su localidad, y exige que ese artista que sufre le muestre los dientes de una sonrisa, que no es otra cosa que una mueca de dolor. Esos son algunos de los motivos por los cuales el actor se emociona, e interpreta de manera distinta una misma obra porque ello no es más que el reflejo de su estado de ánimo”.
Parravicini, consagrado localmente, fue de gira con uno de sus éxitos más resonantes, Fruta Picada de Enrique García Velloso, con quien formó una dupla artística, a España. En esa oportunidad, en 1913, se presentó ante el rey Alfonso XII, quien lo condecoró luego de la función. Recorrió los caminos de la política, siendo concejal, fue prolífico autor de pequeñas obras y traductor, recibiendo las Palmas Académicas del gobierno galo en este rubro por su colaboración en la difusión de textos teatrales franceses. Cerramos ese rico discurso sobre el actor con una anécdota, que eligió para ilustrar su punto de vista sobre el arte que desplegaba: “Como ejemplo narraré lo que aconteció en el estreno y en el subsiguiente día de la famosa obra del desaparecido poeta, don Martín Coronado, titulada La piedra de Escándalo. En esta obra, tenía el rol de “El Abuelo”, mi amigo e inteligente actor don Antonio Podestá. En una de las escenas, no recuerdo en cual, este personaje decía su parte y luego permanecía largo
tiempo sentado y sin hablar; era realmente una situación violenta. Hacer mutis no podía, porque debía escuchar ciertas frases que los otros personajes cambiaban entre sí. Pues bien; se pasó todo ese lapso de tiempo, oyendo hablar y asintiendo o negando con un movimiento de cabeza; esto, aparte de ser desairado y cansador, era ridículo, pues daba la sensación de ser un muñeco de cuerda. El público comenzó a reírse. Después del espectáculo se cambiaron ideas con el autor, buscando la manera de evitarle al actor esa situación desairada. No se encontró. Pero, al día siguiente, tuvo don Antonio Podestá el chispazo de inspiración para salvar ese inconveniente. Sacó esa noche, y como complemento de su caracterización del “abuelo”, una pipa de yeso en la boca, y en sus bolsillos, una tabaquera, fósforos y un piolín. Dicha su frase, fue a ocupar la silla en el lugar que de antemano le habían indicado; sin dejar de escuchar la conservación, sacó su tabaquera, cargó su pipa, y tranquilamente se puso a
fumar; pasados unos instantes, empezó un leve cabeceo, hasta quedarse dormido, cayendo de su boca la pipa de yeso que se partió en dos; el ruido lo despierta, mira desconsolado su pipa rota, la levanta, y extrayendo de su caja de fósforos de madera, cuatro de éstos, empatilla el canuto de la pipa atándolo con el piolín. Hecho esto, mira con aire satisfecho su magnífica compostura y continúa fumando tranquilamente. El “bache” estaba salvado, no por el método, sino por la inspiración oportuna del actor, que no solamente adornó la escena, sino que también arrancó aplausos del público, como premio a su labor”.
Este capocómico, maestro del retruécano aprendido en las salas de variedades y con variadas destrezas corporales, puso en claro su opinión sobre los métodos de actuación que los grandes directores estaban implementando para darle un salto de calidad a su trabajo.
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